A veces, sonreír es la mejor forma de contribuir a cambiar el mundo.

martes, 2 de julio de 2013

Lealtad

Estoy vendado, no veo nada. Estoy tirado en el piso, contra un rincón, atado de manos y pies. No puedo moverme. No quiero moverme tampoco. Lo único que percibo con mis sentidos es mi cuerpo y el dolor en cada centímetro. Me duelen los huesos por los palazos, me duele la cara por los golpes, me duelen las muñecas de estar atado, el estómago por las patadas y las rodillas por la paliza que me dieron esos hijos de puta. Sangro por fuera, sangro por dentro. Estoy quieto de dolor, quieto de susto, quieto de la bronca, quieto de miedo.
El silencio me vuelve loco. No sé si hay alguien en este lugar húmedo y oscuro. No se escuchan sonidos por ninguna parte. Ninguna respiración, ningún movimiento, ningún quejido que indique que estoy acompañado. Sin embargo, presiento que hay más gente acá adentro. No nos pueden haber separado a los 15 en lugares diferentes porque la comisaría no es tan grande para tenernos lejos unos de otros. Quizás mis amigos sí están acá, pero al igual que yo no quieren hablar porque piensan que hay un milico ahí vigilándonos y que al mínimo sonido que emitamos nos va a dar un culatazo con la escopeta en la nuca. Ya fue suficiente tortura que nos cagaran a palos por no haber hablado. Sería estúpido hablar al pedo y que nos vuelvan a pegar.
Estos milicos se piensan que a golpes se le saca la información a la gente. Piensan que por pegarme un poco me van hacer decirles quiénes estaban afiliados al partido. No soy como los otros que me delataron. No les voy a contar nada, aunque me sigan pegando.
¿Qué saben éstos de lealtad? No saben nada. No saben nada de ética, ni de política, menos van a saber lo que es la lealtad. Ellos entienden lo que es la obediencia.  La obediencia es por jerarquía, por subordinación, por miedo a que te maten si desacatás una orden. Nunca van a entender lo que es ser leales a un compañero, leales a las ideas, al partido. Y como no lo entienden quieren sacarte esa idea revolucionaria con un fierro. A fierrazos no se cambian las ideologías. A fierrazos se pueden soltar las cosas que estaban un poco flojas. Los que recién iniciaban, no los culpo que nos hayan mandado al frente. A patadas les hicieron tirar todos los pensamientos de izquierda que tenían en sus mentes. Pero a mí eso no me va a pasar. Veinte años militando en el partido… creo que hace falta un poco más que una buena paliza para hacerme decir lo que no quiero decir.
Abrieron la puerta con furia y la dejaron golpear contra la pared para imponer respeto. Alguien camina adentro de la sala unos pasos. Cada paso que da es mecánico, es de marcha, de desfile. Taco, talón, punta. Taco, talón, punta. Taco, talón, punta. Giro. Se queda quieto. Siento que me mira y eso me pone nervioso. Me enderezo y me siento para dar señales de que sigo vivo. Cuando termino de apoyar mi espalda contra la pared, alguien suelta un llanto mínimo, nervioso, incontenible. Corroboré mi teoría de que no estaba solo en esa habitación.

El que había entrado estaba esperando ese momento, y va directo hacia él. Lo agarra mientras grita y se lo lleva arrastrando, pidiendo por favor que lo dejen, que ya basta, que no sabe nada, que no quiere más.
El portazo y los gritos de ese hombre alejándose deja la escena vacía. Pero no tanto como antes. Ahora se sienten más respiraciones en el ambiente. Respiraciones tensas, entrecortadas, dolorosas. Los pulmones no llegan a llenarse que el aire ya está saliendo.

Afuera gritos, golpes, silencio. Preparados. Apunten. Fuego. Las balas se sienten caer en el suelo del patio. La ventana del cuarto donde estamos nosotros da a ese patio y se escucha absolutamente todo, pero no se ve nada. Imagino las escenas desde que se lo llevan hasta que lo fusilan. Y lo más doloroso de imaginar es, sin duda, el sonido del cuerpo cayendo al piso. La cabeza desplomándose sobre las baldosas. El cuerpo siendo arrastrado hacia vaya uno a saber dónde, para que sea un desaparecido más.

La escena se repite una y otra vez. Silencio, portazo. Silencio, gritos. Silencio, balazo. Silencio.

Me dejan para el final. Cuando llega el milico, me agarra de las ataduras, me levanta sin piedad, me pega como parte del protocolo y me hace caminar. Antes de llegar al patio me saca la venda y lo miro a los ojos. Están desenfocados. No hace contacto visual conmigo. Tiene las pupilas contraídas de haber visto tanto horror, los párpados hinchados con lágrimas ajenas. Le mirás el iris y sabés qué hace. El iris es la parte más noble del ojo, la parte que más transmite con la mirada. Y el suyo me dice que no quiere estar ahí. Ese iris marrón con finas líneas negras, me está indicando, que eso que está haciendo conmigo, y los otros quince que antes pasaron, es obediencia, no es convicción ni lealtad.

A pesar de eso, seguro de sus obligaciones me lleva hasta una pared blanca salpicada de rojo, como si
fuera una pintura de algún artista contemporáneo. Una tela blanca y explosiones de sangre a diferentes alturas. A medida que me acercan también distingo agujeros negros de las balas que habían fallado el blanco. Si fuera un coleccionista compraría esa pintura y la llamaría “El reposo de las ideas arrebatadas por los militares”.

Me alistan contra el paredón. Preparados. Apreto fuerte los dientes sabiendo mi final. Mi mandíbula se contrae de manera inexplicable. Apunten. Agacho la cabeza para ver mis pies atados y mis zapatos un poco ensangrentados por la golpiza. Listos. Vuelvo a alzar mi cabeza para mirarlos a los ojos a esos cuatro que me iban a disparar y les grito: “¡Las ideas no se matan, lealtad al comunismo!” Fuego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario