A veces, sonreír es la mejor forma de contribuir a cambiar el mundo.

lunes, 17 de octubre de 2016

Antes de que llegue

Llego como todos los días y me siento atrás. Mirando de frente al pizarrón, atrás a la derecha. En lo posible contra la pared, para poder apoyarme. Me gusta sentarme ahí porque me da una vista panorámica de todo lo que pasa.

Dejo la mochila sobre el banco de mi izquierda y la campera sobre el siguiente al que dejé la mochila, para que cuando vengan mis amigos, ya tengan el asiento reservado. Saco el cuaderno y lo abro en la hoja que voy a usar. Tomo la lapicera, y la dejo descansando dentro del anillado del cuaderno para que no se caiga. Saco el celular de mi bolsillo y lo dejo a la izquierda del cuaderno. Ni tan cerca para que me moleste escribir, o lo golpee si se me corre el cuaderno, ni tan lejos como para tenerlo fuera de mi vista. Tenerlo cerca tiene un sentido: Ver cuánto falta para que se acabe el calvario académico. Por último extraigo la billetera del bolsillo trasero derecho para sentirme más cómodo mientras estoy sentado, y la guardo en el bolsillo más chico de la mochila, al lado de las llaves. Es una seguidilla de acciones impostergables, que no puedo evitar realizar antes de que empiece la clase.

Una vez que termino con mi ritual de orden y emprolijamiento de mi área de estudio, me relajo y apoyo la parte externa de mi pie derecho sobre la rodilla izquierda, de manera tal de formar un triángulo con mis piernas. Reposo sobre el respaldo de la silla y mi codo izquierdo descansa sobre el banco que está a mi lado.

Sin mucho más que hacer que esperar que empiece la clase, me dispongo a observar el panorama general. Todo se vuelve como una obra de teatro en donde hay diferentes historias, pero se desarrolla sólo aquella que el reflector ilumina, mientras lo demás permanece oscuro, inmóvil y silencioso.

Todos hablan, yo permanezco en silencio esperando que el reflector del teatro apunte sólo una historia para poder sumergirme en ella. Y allí empieza.

La primera historia, quizás por cercanía, es la de los dos pibes que están sentados delante de mí. El morocho de rulos le pregunta al pibe de lentes qué vieron la clase pasada. El pibe de lentes le explica a grandes rasgos el tema que vieron y le muestra sus apuntes.

     - Igual no vimos nada que no esté en el libro.
     - Ah, buenísimo. Para la próxima leo y me pongo al día.
     - Lo que sí dijo es que en el parcial entra sólo la primer parte de las reacciones químicas que vimos.

Gran dato narigón de lentes. Anoto en mi cuaderno, sobre la parte superior izquierda: Parcial: Sólo primer parte de reacciones de la clase pasada. Vuelvo a dejar la lapicera en su posición de descanso.

En eso llega otro de su grupo, de pelo rojizo, a quien yo creo le dicen el Colo. No porque haya escuchado su nombre. Sólo se saludaron con un “¿Qué hacés che? ¿Todo bien?”. Pero hay una regla general de relaciones interpersonales en donde a los colorados se les dice Colo. Por más de que tengas un gran apodo, o en tu casa te digan Tomi, o tu abuela te diga Fito, o tu profesora te llame por el apellido, para la gente que te conoce sos “El Colo”. Punto. No se diga más.

Me quedé pensando en ese apodo característico de los colorados, y el reflector ilumina otro grupo de gente. Como si la historia se encadenara una con otra por un color. Ahí estaba La Colo y su amiga, sentadas al medio del aula, sobre la derecha, dos filas más adelante que los tres anteriores. “La Colo” le contaba a “Agus Boluda” (así llamaba a su amiga en todo momento) que el “pelotudo de su novio” se había olvidado de que cumplían un año de novios hace dos días. Y que encima para arreglarla le regaló un oso de peluche gigante con una carta. “Agus Boluda” le responde mientras saca la cartuchera de la mochila:

     - Marti, pero al menos se acordó. Está bien, tarde, pero quizás estaba con otras cosas en la cabeza ese día…
      - Agus, boluda, ¿qué otra cosa puede tener en su cabeza? Habíamos hablado hace dos semanas de que cumplíamos un año dentro de poco. Yo le compré un reloj re lindo, esperé todo el día que me mandara un mensaje para juntarnos. Me di cuenta que se había olvidado. Me hice la re boluda, y le dije si nos juntábamos a la tarde. ¡Y no me trajo ni un ramo de rosas boluda!
   - Si se olvidó del aniversario, no te iba a llevar ni el peluche ni las rosas. Porque, básicamente se olvidó…
     - Jajajaja es cierto boluda. Pero bueno me re indignó, te juro. Ay, igual lo amo tanto. Es re colgado, y a veces lo quiero matar, pero es tan lindo. ¡No sabés lo que me escribió en la carta boluda!

Una risa totalmente fuera de lugar, estruendosa y que daba vergüenza ajena, irrumpe en el salón bullicioso. Nadie pareció darse cuenta, pero a mí me hizo girar la cabeza hacia el sector medio de la izquierda. Su historia se ilumina. Por el murmullo de la clase no llego a escuchar más que al eufórico pibe que está contando cómo fue su fin de semana a sus amigos. Gesticula, y actúa cada escena como si lo estuviese viviendo en ese preciso momento. Sus amigos carcajean por la sobreactuación del muchacho. Cuando se ríen todos, me doy cuenta que el de la risa desubicada es el petizo. Se ríe como si los pulmones le colapsaran en ese preciso momento y no tuviera otra cosa que hacer que gritar en busca de auxilio. Si lo tuviera que traducir a palabras, en vez de ser un “jajajajaja” intenso, se asemeja más a un “AAAAAAAAAJJ”. Se ríe como si tuviera un espasmo gigante o un síndrome de Tourette no tratado.

Quizás no fui el único que se dio cuenta de que a este flaco le hace falta comprarse una risa. La chica que estaba dos filas delante de él también se dio cuenta y lo miró con cara de “Flaco ¿te reís siempre así? ¿Necesitás ayuda? ¿Querés que llame a emergencias?”. Giró la cabeza tres veces y lo miró de reojo. A la cuarta vez que giró su cabeza, su cara no indicaba precisamente una sorpresa por la risa del pibe, sino más bien una ira irrefrenable y unas ganas incontrolables de hacerlo callar la boca. Encima la pobre chica rubia, estaba sola. Al igual que yo, había guardado lugares para sus más amigos, pero ninguno había llegado todavía. Y para peor, delante de ella tenía a la “banda de los nerds”. Desde ningún punto de vista esta chica estaba pasando un buen momento. Deseaba con toda su alma que sus amigos llegaran, para poder abstraerse de todo ese mundo ajeno que la rodeaba.

Seguro te quedaste pensando por qué dije “la banda nerd”. Y porque no les cabe otro adjetivo. Se sientan en la primer fila, todos usan anteojos, van al día con la materia, se ríen de los chistes sin gracia que hace la profesora, e intentan quedar bien siempre participando en clases. Pero además de esos requisitos, es condición excluyente para participar de su club, ser desmedidamente pedante. Porque… a ver, hay formas y formas de participar. Podés responder una consulta que hace el profesor, por el sólo hecho de participar, o porque nadie lo hace. O podés hacer como ellos, y hacer preguntas diez veces más elevadas del nivel que maneja la clase, por el sólo hecho de mostrarse. Ni siquiera en busca de respuesta, porque seguro ya sabe cuál es. Sólo quiere quedar bien frente a la profesora. Esa clase de gente me da un odio irrefrenable. Esas mismas personas son las que en los parciales o finales preguntan: “Profe redondeamos con 5 o 6 decimales”. REDONDEÁ CON LOS QUE QUIERAS MAMITA, SOS GRANDE. APARTE CON 3 DECIMALES ESTÁ BIEN CORAZÓN. NO TE VAN A TACHAR UN EJERCICIO POR MAL REDONDEO. AL MENOS NO EN ESTA MATERIA.

Quizás porque necesitaba salir de esos pensamientos negativos hacia ese grupo de personas, fue que miré impaciente hacia la puerta. Y ahí la vi. Era la chica de pelo castaño que cursaba conmigo una materia del cuatrimestre pasado. Súper simpática. Muy linda. De esas lindas que te quedas mirándola y parecés un tonto que se te cae la baba. Y en ese instante, como salido de una telenovela de amor, siento un perfume con fragancia a chocolate. Era innegable que ese aroma tenía que venir de ella. Sólo ella podía inundar el ambiente con esa fragancia. Se sienta, acomoda el cuaderno, y se ata el pelo. Ahí es cuando nuevamente siento el perfume tan característico. Es indudable que tiene que ser ella.

Ella, o el flaco que está a cinco bancos en mi misma fila, que se está echando Axe Fragancia Chocolate. Estaba tan obnubilado con la chica que no me di cuenta. El ruido del spray me hizo darme vuelta, y me derrumbó mi historia telenovelezca con esta muchacha.

Llegan mis dos amigos charlando, me saludan, se sientan, me convidan mate y siguen conversando de algo que venían hablando en el camino. Presto atención a ver si el reflector imaginario me lleva hacia algún otro lugar, alguna otra historia del aula, pero parece no funcionar.

La profesora entra y no saluda. Acomoda sus cosas sobre el banco y se dispone a conectar el proyector. Hace esfuerzos inhumanos para tratar de entender la tecnología avanzada que maneja la computadora y el cañón proyector. Hay una ecuación matemática de proporcionalidad directa que dice que: “A mayor nivel académico, mayor es el problema que tiene el profesor para poder conectar el proyector en un tiempo aceptable.”. Está avalado por la Universidad de Michigan. Michigan o alguna de esas universidades que investigan boludeces, pero que cuando sale en las noticias parece importante.  

Un alumno le ofrece ayuda. Sí, adivinaron. Es parte de la “banda de los nerds”. Un poco porque saben más de tecnología que cualquier ser humano pensante, y otro poco porque con su ayuda servicial quieren quedar bien con la profesora. Igual es subjetivo mi análisis. Porque en realidad, cualquier persona que esté sentada en los primeros bancos, va a tratar de darle una mano a la profesora si se le complica conectar los dispositivos. Incluso yo lo haría, por más de que no estuviera en la primera fila. Si me doy cuenta que necesita ayuda, voy y me ofrezco. Pero que lo hagan ellos no es copado. Es como cuando alguien te cae mal. Por más que haga cosas por la paz mundial, te sigue pareciendo un pelotudo: “Mirá la pelotuda de mi ex haciendo RCP y salvando a una persona”. Es un mecanismo de defensa de nuestra mente. En realidad se llaman prejuicios, técnicamente.

Veo mi celular, a la izquierda de mi cuaderno. Diez minutos después de la hora de comienzo, la profesora hace click en la primera diapositiva que presenta el tema de la clase y dice:

     - ¡Buen día alumnos! Hacemos silencio. Buen día… ¿Cómo les va? Hoy vamos a ver…

Interrumpo el descanso de mi lapicera en el anillado, y comienzo a copiar…