Estuve un mes y medio pensando en
decirle de hacer algo el día de San Valentín. Básicamente para no pasarlo solo,
ni que ella la pasase sola ese día, al menos si todavía no había hecho planes.
Pensé el lugar al que la iba a llevar. Estuve tres días decidiendo entre salir
a comer o ver una película en el cine. Al tercer día opté por el cine, por una
razón obvia: no hay que hablar al menos durante dos horas. No es que no me
guste hablar, sino que soy tartamudo.
Es muy complicado ser tartamudo
en un mundo impaciente. La sociedad no está preparada para hablar con personas
que se traban. Vivimos en un sistema que nos pone a prueba constantemente. Cada
paso en nuestra vida es un examen que debemos aprobar. Y, como en el colegio,
el que balbucea es porque no estudió. Y el que no estudió desaprueba. Yo vengo
desaprobando en la vida hace rato. Desapruebo en la amistad, desapruebo en el
trabajo, desapruebo en la universidad, desapruebo en el amor. Y todo “por no
saber hablar”.
En el día a día lo que importa es
la música de las palabras. Al fin y al cabo es lo que nos permite expresarnos.
Pero nadie quiere escuchar música de un disco rayado. Soy como el pibe que está
aprendiendo a tocar la guitarra y repite una y otra vez ese acorde, y canta una
y otra vez el mismo verso, hasta que le sale. Pero la gente no quiere escuchar
cómo el músico se prepara, la gente quiere que cante y toque la guitarra
fluido. El problema está en que yo, por más que practique, no te produzco
música fluida con las palabras ni en pedo. Y cuando te das cuenta que aunque
trates nunca vas a ser tan buen músico con las palabras como los demás, es
cuando empezás a elegir el silencio antes que el tartamudeo. Esto tiene la
ventaja de que cuando vas a decir algo, es porque lo pensaste muy bien. No vas
a pasar vergüenza por hablar a bocajarro. Pero también hay tantas cosas que te
callás por no saber si las vas a poder encadenar unas con otras cuando las
quieras expresar.
Las preguntas sorpresas son el
depredador natural de los tartamudos. “Disculpá ¿Tenés hora?”, “¿Sabés dónde
para el 46?”, “¿Tenés idea dónde puedo cargar la SUBE?” son las armas mortales
de las personas con las que me cruzo a diario. Ni hablar si me encuentro con
alguien que anda perdido por microcentro y necesita indicaciones para llegar a
tribunales. Ahí directamente está fuera de mi jurisdicción, me declaro
incompetente.
Es estar en un constante estado
de bronca. ¿Como cuando peleás con alguien y no te sale decirle de todo porque
te trabás? Bueno así, pero siempre.
No puedo pronunciar las palabras:
entero, felicitaciones, temprano, antenoche, cortina, personaje. Ni hablar de
palabras más complicadas como: frontispicio, subyugar, ultimátum,
gastroenteritis, humareda, y tantas otras que la RAE me está por sacar del
diccionario por falta de uso en mi lenguaje. Igualmente, entre las buenas
noticias, hace poco desbloqueé el nivel de: pelotudo, pajero, rajá de acá.
Todavía no sé cómo pronunciarlas sin marcar demasiado la primera consonante.
Aunque, la verdad, la gran mayoría de la gente las pronuncia arrastrando la
primera consonante cuando está enojado, así que no está tan mal.
Por eso estuve un mes y medio elucubrando
el día del cine. Decirle de juntarnos no fue la gran cosa: le mandé un mensaje
de Whatsapp, y ya. Creo que entendió por qué no la llamé para invitarla, ya me
conoce y me aprecia a pesar de mi falta de fluidez. Me tomé el mes y medio para
pensar una charla interesante, practicarla, pensar posibles respuestas o
preguntas, repetir palabras o frases comunes. Todo como si fuera una obra de
teatro que tiene varios guiones posibles y hay que saberlos todos.
Ustedes se imaginarán que si un
flaco normal tiene miedo de meter la pata en una noche con una chica que
quiere, el cagaso que tenía yo el día previo a verla en el cine era monumental.
Y la verdad es que tenía más cagaso porque tenía pensado, aprovechando el día
de San Valentín, decirle algo importante.
Las dos horas de cine fueron
entretenidas y descontracturadas. Básicamente porque no dijimos nada y sólo nos
abrazamos. Cuando fuimos a tomar un helado comenzó la parte más álgida. Al
principio me puse nervioso porque no había practicado decir “tramontana” y
terminé comiendo la aberración del helado de menta granizada, porque fue lo primero
que leí después de tramontana. Puedo decir que la charla mientras caminábamos
tomando el helado no fue tan mala. Igualmente todo es más fácil con alguien que
no te juzga y tiene todo el tiempo del mundo para escucharte, con alguien que
se ríe con vos cuando cambiás palabras por otras más simples, que te ayuda a
pronunciar cuando te trabás, o que juega con vos al dígalo con mímica cuando no
hay otra forma de hacerte entender.
Realmente al lado suyo no tengo
miedo de tartamudear. Pero ahora venía la parte más complicada. Esperé un
momento de silencio. Ella estaba distraída mirando los autos pasar por la
avenida. Los dos sentados en un banco de la plaza. Una noche que prometía ser
para recordar. Repetí cuatro o cinco veces las palabras en mi cabeza y se lo
dije así de una, sin titubear ni enredarme:
-María ¿querés ser mi novia?
Sacó su mirada de los autos que
pasaban y la posó en mis ojos. Esbozó una sonrisa tierna, y mientras me agarraba
la mano me dijo:
-Esteban, no seas pavo, hace dos años que somos novios ya…
-Sí, ya sé… P-p-p-ero quería preeeguntartelo sin trabarme. No como cuando lo hice hace dos años. Te me-re-cías una prooopuesta más fluida.
-Sos un tierno mi amor. Obvio que quiero ser tu novia, igual que hace dos años. Te amo así de remixado y todo.
-Te amo gorda. Feliz San Vaaal… Feliz San V-V-V… Feliz día de los enamorados.